miércoles, 17 de enero de 2018

Ricardo Bajo

La Razón (Edición Impresa) / Ricardo Bajo H. / Crítico / La Paz
03:20 / 17 de enero de 2018
Averno abre con una cita de Proust que dice así: “El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Y termina con una dedicatoria personal y subterránea: “A mi madre”. La nueva y rica película de Marcos Loayza arranca con dualidades por todo lado, con luces y sombras, con las dos caras por doquier, con el bien y el mal, con el deseo y el miedo, con lo complejos (y maleantes) que somos todos en la noche (paceña), con las dos ciudades. Ninguna mejor que otra, ninguno mejor que otro, porque somos lo mismo. Y termina con la madre lejana, con la madre soñada, difunta, invisible (la de Odiseo, la de Marcos, la tuya, la mía).
Averno es Murnau en La Paz, es una película expresionista alemana trasplantada en el tiempo y el espacio a través de los variopintos personajes paceños del inframundo de ayer, de hoy y de mañana, de la religiosidad y la cultura popular; todos bajo una representación y dirección actoral sumamente teatral (rasgo del género expresionista manejado por un director que ha pasado con nota también por el teatro).
El Tupah es un lustra que baja a los infiernos y abre puertas; es un sabedor de que todos lo cagan (jailones, pacos, thineros, el averno somos nosotros); es un Quijote solitario, a ratos acompañado de su Sancho Panza, el Caras que aparece fugazmente para luego ser extrañado. El Tupah (la actuación de un gran Paolo Vargas es contenida, evolucionada y medida a la perfección) es un personaje de cuadro de Goya, de Greco, es un chango que grita para sobrevivirse como en una pintura de Munch. El Tupah es el sueño que se ayuda.
Averno es la película que quisiera hacer el Tim Burton más macabro, personal y grotesco, su proyecto secreto de película B rodada clandestinamente en el infierno oscuro de La Paz, una ciudad que no existe, una ciudad que se escribe, se filma y se inventa así misma desde los subsuelos, desde los que viven abajo.
Dice casi al final el personaje de Adolfo Paco (uno de los muchos redescubrimientos actorales del filme): “Los muertos no dan explicaciones”. Averno, tampoco. Dice el escritor alemán Kasimir Edschmid: “El expresionismo no mira, ve; no cuenta, vive; y no encuentra, sino busca”. Averno también anhela una vuelta de tuerca en la cinematografía de Loayza, es un giro copérnico para volver a la misma historia, a tipos que buscan. Si el Tupah baja y se salva de la obsesión, de la condena, de la profecía y de su propio destino (iba a morir esa noche), Loayza también desciende a las tinieblas para reinventarse sin traicionarse, para madurar y señalarse un camino, para plantar cara(s) ante el reto, para levantar una obra profundamente boliviana que bebe de todas las fuentes (los guiños literarios y cinéfilos son casi infinitos).
Pero no se equivoquen los pendejos, Averno, a pesar de sus capas y más capas (de múltiples lecturas), es poliédrica. Se puede disfrutar también sin elucubraciones sesudas de críticos pajeros (perdón por la redundancia) porque también es una pinche “peli” de viaje (interior, valga la redundancia), de aventuras. Es una road movie ritual por tugurios con golpes y más golpes y muchos tipos y tipas vestidas de negro, malos malotas, malandros todos.
También es cierto que en el medio del titánico desafío de construir un universo, el autor pierde potencia narradora pero a quién le importa si de pronto suena otro bolero de caballería. También es verdad que podía estar sobrando el bueno de Jaime Saenz, a estas alturas una postal para turistas. Tampoco se puede soslayar ni nombrar a todo el reparto y a toda la ficha técnica: desde la producción de Santiago Loayza a la dirección de fotografía de Nelson Wainstein; desde el sonido de Sergio Medina a la hermosa escenografía de Abel Bellido. Son muchos y serán olvidados pero siempre tendremos al Tupah y a sus cuatachos lustras contentos de verlo resucitado y reencontrado. Y con eso nos bastará: todo será, todo seda.
Tengo el “tinkazo” de que la séptima película de Marcos Loayza (tenía que ser la séptima) con los años (por las razones apuntadas y miles más) se convertirá en una ceremonial y visionaria película de culto, inentendible más allá de nuestras vigas. Se transformará en un lúcido ensayo sobre nosotros mismos, sobre el ser boliviano, dual por naturaleza, sobre la necesidad de nuevos pequeños “héroes” anónimos entre tanta grandilocuencia trágica y aburrida: todos los Tupah que mirarán con nuevos ojos ya estaban en la sala oscura de aquel cine en enero de 2018.Post-scriptum: ¿Por qué las películas más oscuras de nuestro ultimísimo cine (Viejo Calavera y Averno) han sido las más brillantes, luminosas y esperanzadoras? ¿por qué no hay medias tintas con ambas dos? ¿por qué las amas o las odias? Porque son mellizas.

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