martes, 16 de enero de 2018

Adrián Nieve

En Bolivia se habla mucho del folclore y las tradiciones. Todas aquellas características propias de la historia de quienes habitaron este territorio y que ahora son, más que nada, mostrados en las danzas del carnaval, los museos que extranjeros visitan y en la obra de uno que otro autor que lucha contra la marejada de influencias globalizadoras que, poco a poco, fuerzan el olvido de estas historias inmersas en nuestro folclore. Quizá por eso creo que el mérito más grande de la película Averno, dirigida por Marcos Loayza, es el haber investigado tanto acerca los seres míticos dentro nuestro folclor para recuperarlos en una historia que supo darles la justicia visual que se merecen.
Admitiré que a mi gusto Averno es un filme desigual. Me gustó la historia, quedé fascinado con ciertos momentos y, particularmente, me gustó que Loayza haya traído una perspectiva diferente a cómo vemos las cosas que nos hacen bolivianos. Quienes vivimos acá, sabemos que nuestro cine (y casi toda forma de arte) ha pasado muchísimo tiempo tratando de explorar la identidad de sus habitantes. Algunos se han valido del indigenismo, otros de eventos histórico-políticos importantes, los más han tratado de narrar historias en la clave bohemia que se ha hecho tan característica de la ciudad de La Paz y su partida de míticos borrachines, cuyos miembros más “pop” son el ilustre Jaime Saenz y, también, Víctor Hugo Viscarra. Somos un país que no encuentra del todo su identidad en el arte y la sigue reafirmando en casi todos sus productos. Averno no cae en esta trampa que ya podría llamarse costumbre. Averno rescata personajes de la mitología boliviana y los transporta a una ciudad que es, y no es, La Paz. Con las cámaras nos presenta un lugar nuevo, lleno de bares fantásticamente decadentes y recovecos ocultos que terminan de establecer una ciudad tan mítica como los personajes que la habitan. Y eso es un deleite tanto para quienes están aburridos de encontrarse con otro intento más de definir a La Paz como algo que quizá no es, cómo para quienes disfrutan de un genial trabajo de fotografía que les permite prestarse los ojos de otra persona y desconocer la ciudad que cada día transitan. O conocerla sin hacerlo, como de seguro sentirán quienes vean la película y luego visiten este lugar (o viceversa).
Pero no es la ciudad el foco principal de Loayza. Son los personajes. Una galería amplia y colorida, sacada de los mil relatos orales y escritos que el director estudió para poder desarrollar durante diez años lo que viene a ser un museo dinámico; más un festín para la imaginación y los ojos detallistas. Pero dije desigual pues, si bien el filme tiene tantas virtudes, también falla a la hora de creer en sí mismo. He seguido la carrera de Loayza desde que a mis 9 años vi su opera prima Cuestión de Fe (1995) y siempre me han encantado las historias que elige contar y cómo las cuenta. Me atrevo a decir que es una de las voces más frescas y osadas en Bolivia… pero creo que alguien debería decírselo.
En Averno tuve la misma impresión que cuando vi Las Bellas Durmientes (2012): algo falta acá. Era como si el narrador no confiara en su propia voz. Y en Averno eso es terrible, pues esos pequeños momentos de diálogos dudosos y saltos en la trama me sacaron del ambiente visual que Loayza y su equipo lograron crear. De acuerdo, no toquemos la historia, hablemos a nivel visual. Si bien el diseño de cada escenario y los disfraces se sienten impecables, los planos de los que se vale Loayza terminan por quitarle intensidad a los momentos más geniales. No sé si quería que nos enfoquemos en el todo, digamos la interacción del escenario con los personajes, pero me faltó ver más de cerca a estos. No tanto para mirar mejor sus disfraces, cómo para sumergirme en ellos y sus diferentes perversidades morbosas, sus expresiones, sus miradas, visiones más viscerales de personajes tan fantásticos como grotescos. Algo así como lo que logra Nicholas Winding Refn, quien podría aprender de la forma en que Loayza crea sus historias, así como Loayza podría imbuirse un poco de cómo Refn está tan convencido de su propia voz.
Por suerte Averno siempre se recupera. Cada vez que algo me sacaba de la película, o me generaba cierta molestia, no pasaba mucho hasta que se creaba otro momento, o situación, o personaje, o giro, que me devolvía a la película. Sí, admito que dolía más cada que pasaba de nuevo, pero el resultado final fue lo suficientemente entretenido como para salir conforme del cine. Y es gracioso porque si bien sales conforme, no pasa mucho hasta que te sientes feliz de saber que Loayza cada vez gana más confianza en su voz, que el cine boliviano está una nueva etapa como ya confirmaba el film de Kiro Russo en su Viejo Calavera (2017). Luego, esa felicidad se torna en un escozor de volver a ver la película para encontrarle más detalles y, mientras escribo esto, me encuentro a mí mismo dueño de un deseo poderoso que quiere a un Loayza que se anime a sacar un libro con toda su investigación y detalles de producción, tan bellamente ilustrado como su película. Para los que queremos más de sus personajes, para los que disfrutamos aprendiendo de mitología, aunque sea para que el mundo conozca algo de los seres míticos bolivianos.

1 comentario:

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